quarta-feira, 27 de fevereiro de 2008

El Pecado No Procede de Dios

“Porque nada de lo que hay en el mundo – los malos deseos del cuerpo, la codicia de los ojos y la arrogancia de la vida – proviene del Padre sino del mundo”

1 Jn 2.16

Como ya hemos comentado el inicio del verso 15 nos presenta un enunciado teológico para todos los cristianos: no amar al mundo ni a sus cosas. Ante esa afirmación el apóstol nos muestra algunas consecuencias de uno amar al mundo y a si mismo más que amar a Dios. La primera es que amar al mundo implica en no tener en si mismo el amor del Padre (2.15b). Ahora, ante lo que pone el verso 16 encontramos la segunda implicación: todas las formas de pecado que hay en el mundo no proceden del Padre.

Uno puede creer en lo contrario, o sea, que sí, que por lo menos lo que nos apetece viene de Dios. Los deseos del cuerpo físico, todo lo que vemos y deseamos con los ojos, la arrogancia y la prepotencia que uno puede adquirir con los bienes acumulados pueden parecer venir de Dios porque satisfacen nuestro propio corazón corrupto. Pero, de hecho, ninguna de las formas en que el pecado se manifiesta vienen de Dios, sino que proceden del mundo.

Como cristianos es necesario redimensionar desde la gracia de Cristo todas las cosas que el cuerpo nos pide, que los ojos deseen y que la vida nos promete. Eso significa que los malos deseos (del cuerpo), la codicia (de los ojos) y la arrogancia (de la vida) provenientes del sistema de pecado del mundo es consecuencia del amar uno al mundo y las cosas que hay en él. Pero, bajo la gracia salvadora y regeneradora de Jesucristo, ese amor al mundo da lugar a un profundo y creciente amor a Dios. Ahí si, Dios nos transforma de modo que podamos vivir como seres humanos normales y completos (cuerpo, ojos y vida), liberados de la esclavitud de los malos deseos, de la codicia y de la arrogancia, y destinados a una vida consagrada a amar de forma comprometida a Dios Padre.

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